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La raíz de todos los males es la codicia: por entregarse a ella, algunos se alejaron de la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos. Tú en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso; busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la bondad.

La privación de alimentos expresaba en el Antiguo Testamento el luto y la penitencia con motivo de una desgracia individual o colectiva, o bien por el deseo de expiar una ofensa o una culpa. El ayuno iba normalmente acompañado por otras prácticas que exteriorizaban el sentimiento personal: vestirse de tela de saco, echarse ceniza sobre la cabeza, sentarse sobre la tierra, llorar o lamentarse a grandes voces. El ayuno religioso iba siempre acompañado por la oración.

Los profetas se esforzaron para que la práctica del ayuno sea una expresión sincera de arrepentimiento y de conversión de vida (Is 58,5-7). Y en la misma línea se mueve la predicación de Jesús (Mt 6,16-18) y (Mt 9,14-15).

El ayuno ha jugado un gran papel en la espiritualidad cristiana a lo largo de los siglos, junto con la abstinencia de carnes y la austeridad de vida. En la tradición monástica gran parte del año estaba marcada por estas prácticas, como expresión de la conversión constante al Evangelio.

Hoy en día el ayuno, la abstinencia y la austeridad no tienen buen predicamento, ya que se oponen a la ideología del consumo. Nuestra vida económica y social se basa en el consumo: éste activa la producción y los servicios, y, por lo tanto, activa los beneficios y favorece la ocupación, todo lo cual genera bienestar que, a su vez, impulsa a un mayor consumo.

Pero el Evangelio no predica el consumo sino, por el contrario, la austeridad (Flp 4,11b-13) y (1Tim 6,7-9a.10-11). El ayuno y la austeridad piden disciplina personal, la misma disciplina del atleta que corre tras el premio, aunque perecedero (1Cor 9,25-27).

El ayuno, la sobriedad, la austeridad de vida… ayudan a vaciar el corazón de falsas necesidades y a centrarlo, en cambio, en la búsqueda del Reino y su justicia (cf. Mt 5). La austeridad nos hace vivir la bienaventuranza de los pobres de espíritu que ponen su corazón sólo en Dios y, por ello, pueden vivir enteramente libres como profetas al servicio del Evangelio en medio del mundo. Lo comprendieron los apóstoles y los primeros misioneros cristianos, y también lo hacemos nosotros, testigos del Evangelio en un mundo de consumo.

Jordi Latorre

Director ISCR Don Bosco

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