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Israel fue un pueblo de oración, prueba de ello es el Libro de los Salmos en lo que expresó su fe y su confianza de tener su destino enteramente en manos del Dios salvador. Además desarrolló un ritmo diario de oración, al compás de los sacrificios en el Templo: por la mañana, a primera hora de la tarde, y al anochecer.

Jesús, como buen judío, fue una persona de oración: asistía al culto sinagogal donde leía la Escritura y predicaba; se retiraba de madrugada a rezar y pasar horas enteras en oración. El autor de la carta a los Hebreos resume toda su vida diciendo que se desarrolló “con gritos y con lágrimas”.

Por los evangelios sabemos del contenido de la oración de Jesús, que fue de alabanza, de petición por otros, por la fe de Pedro, por la unidad de los suyos. Jesús se confía al Padre en Getsemaní y en la cruz. Usa los Salmos para rezar en la cruz: el 22 (súplica) y el 31 (confianza) en la cruz.

Además, Jesús es maestro de oración, enseña el Padrenuestro a los discípulos que le piden, enseña a rezar “en toda ocasión”, “con perseverancia”, enseña a vivir lo que se reza “si vosotros no perdonáis…”.

De esta manera, los discípulos de Jesús fueron también hombres y mujeres de oración, ya que “asistían asiduamente al Templo dando gracias a Dios”, y  rezaban en las casas, hacían la fracción del pan en memoria de Jesús, perseveran en oración en la espera del Espíritu, suplican por Pedro prisionero, piden fortaleza en la persecución, ayunan y oran antes de enviar misioneros, el mismo Pablo y Silas rezan en la prisión.

Las cartas paulinas comienzan siempre con una bendición inicial, además citan himnos cristológicos de las comunidades, y Pablo exhorta a la asiduidad y la perseverancia en la oración comunitaria con “himnos, salmos y cánticos inspirados”.

La Iglesia es una comunidad orante. Este es un rasgo esencial de la Iglesia junto con el anuncio del Evangelio, el testimonio de vida y la solidaridad hacia los necesitados. La oración es el lugar de la alabanza, de la confesión y de la súplica.

La oración de alabanza surge por el recuerdo de las maravillas de Dios en el cosmos y en nosotros. En la oración también confesamos que Dios es nuestro único bien, que de él quien depende nuestra vida entera, es decir, que sin él no podemos nada. Pero la oración es también súplica: en ella confiamos a Dios las necesidades del mundo, depositamos nuestra vida en sus manos, y le pedimos fuerza para perseverar y aceptación confiada de su voluntad.

La oración personal es el lugar del “trato de amistad” (S. Teresa), es el lugar del diálogo tal “como un amigo habla a otro amigo” (S. Ignacio). Es el lugar de intimidad donde se explicita la confianza afectuosa con Dios.

La oración, hecha en el espíritu de la oración de Jesús, genera en nosotros una actitud de filial e íntima confianza en el Padre, que nos mueve a poner toda nuestra vida y la de nuestros hermanos en sus manos, mientras esperamos activamente la llegada del Reino.

Jordi Latorre

Director ISCR Don Bosco

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