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Dice el libro del Deuteronomio (15,4a.7-8):

«En verdad que no habrá pobres entre los tuyos. Si hay entre los tuyos un pobre, un hermano tuyo, […] no endurezcas tu corazón ni cierres la mano a tu hermano pobre; ábrele la mano y préstale a la medida de su necesidad».

Y sentencia el Levítico (19,18b):

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor».

En el ideal del hombre justo se contempla su generosidad en las limosnas:

«Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta» (Sal 111,9).

El judaísmo, ya antes de Jesucristo, señaló la limosna como uno de los tres ejes del buen creyente, junto con la oración y el ayuno. Jesús mismo así lo enseñó. Ese ideal lo vivieron en la comunidad de Jerusalén, fruto de la acción pentecostal del Espíritu, tal como lo testifica Hechos de los apóstoles:

«Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (2,42). «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo de lo que tenía» (4,32).

Pablo motiva la colecta a favor de las necesidades de la Iglesia de Jerusalén, en el ejemplo de Jesucristo «quien siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2Cor 8,9).

La limosna ha sido entendida, especialmente por los Padres de la Iglesia, como una forma concreta de solidaridad con los necesitados, y de poner en práctica el ideal del compartir los bienes que hemos recibido de Dios. Al mismo tiempo que constituye una concreción del mandamiento del amor hacia los necesitados.

Jesús mismo nos amó hasta el extremo y nos enseñó el mandamiento nuevo del amor. Hasta el punto que la comunidad apostólica comprendió que el amor es el dinamismo fundamental de la relación humana, dentro y fuera de la comunidad cristiana.

La caridad cristiana, el amor que el Espíritu del resucitado ha derramado en nuestros corazones se vive en un doble movimiento: en el amor fraterno y en la solidaridad hacia los necesitados.

El amor fraterno, en la línea de las recomendaciones que encontramos en las cartas apostólicas del NT, supone la aceptación y la tolerancia mutua, expresados continuamente en el perdón y en la corrección fraterna, pero alcanza también el cariño y la estima mutua, la colaboración en las tareas pastorales y en los servicios comunitarios, en el buen orden interno, en la participación asidua en las asambleas y oraciones de la comunidad, en el compartirlo todo con generosidad, en la hospitalidad con los forasteros, y, finalmente, en alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran.

La solidaridad hacia los necesitados nos mueve a atender las debilidades humanas como hizo el propio Jesús, que pasó haciendo el bien, y liberando a los oprimidos por la enfermedad y el pecado.

Jordi Latorre

Director ISCR Don Bosco

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