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Hay algo muy cercano y, a la vez, cohesionado al cristiano cuando relacionamos un concepto tan abstracto como el amor con los conflictos que nos sobrevienen cada día. Estoy hablando de la paz, la armonía interior de la persona que le permite afrontar los problemas de la vida desde una perspectiva constructiva, eficaz, entusiasta y, a la vez, valiente.

Esta paz puede verse afectada desde muy diversos obstáculos. Existe uno de ellos que es particularmente preocupante, el resentimiento. Ese sentimiento que queda en nuestro interior como un resquemor y que, generalmente, termina irradiándose hacia el exterior, exteriorizando el problema que llevamos dentro, generalmente con otras personas, grupos, colectivos… incluso con la misma historia.

Cuando estoy resentido, esa emoción me encierra y me impide contemplar, me deshabilita la capacidad de descubrir y de asombrarme de los demás (de la belleza, de las cualidades de la persona…) y dejo de compartir el gozo de la existencia para encerrarme en este bucle que se retroalimenta a cada paso, cada día, en cada generación.

La paz halla un obstáculo en mí cuando no la dejo avanzar a causa de este escalafón previo al rencor, porque corro (de facto) el riesgo de terminar incurriendo en rencor, cuando ya quiero hacer caer al otro, cuando deseo su mal, o cuando me conduzco desde atrás con la intención de hacer daño.

Ciertamente puedo justificar mi resentimiento. Quizás me hicieron daño en una relación amorosa, quizás tuve un percance con un amigo que hizo algo que yo considero una ofensa. Quizás tenga un sentimiento nacionalista marcado por la experiencia del esclavismo, o quizás mis antepasados hayan discutido con los suyos. El hecho es que sea cual sea la situación, si hay resentimiento… no hay paz.

El cristiano se halla aquí en la disyuntiva de cómo vivir en la dinámica del amor si la vida trae consigo esos males que nos afectan, nos duelen o nos separan. Y ciertamente la vida no nos prepara para encajar el drama del dolor, la frustración, o el engaño (entre otras muchas situaciones). 

Ante la dinámica del conflicto sólo podemos acudir desde la paz. Una paz que se sustente desde la profundidad de nuestra relación con Dios, que en Cristo nos deja un ejemplo de maestría en las situaciones límites de la vida. Ahí reside el modelo y nuestro entusiasmo y esperanza, cuando adoptamos como modelo de vida la de Aquel a quien persiguieron, molestaron, odiaron, menospreciaron y crucificaron.

Jesús podría haber mostrado resentimiento. Los evangelistas pudieron haber mostrado resentimiento. Era lícito, no cabe dudas. Pero todos ellos optaron por descubrirse a la dinámica del amor de Dios, benevolente, solidario, gratuito y misericordioso. 

Hay que aprender a amar, a caminar dejando atrás las enfermedades del alma, a descubrir la vida desde el entusiasmo, desde la alegría óntica del existir, que es para nosotros un tesoro. Un tesoro que tiene mucho valor y a la vez un tesoro que escondemos, vulnerable, frágil, que necesita ser amado.

Albert Marín

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