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El Apocalipsis de Juan (Ap) es uno de los libros canónicos del NT más leídos y comentados desde su origen, sobre todo en la época antigua y medieval, tal como queda reflejado en el arte románico y en el bizantino. El autor se denomina a sí mismo simplemente Juan (1,1.2.4), subrayando que como siervo de Dios ha sido el destinatario privilegiado de unas revelaciones divinas que él debe comunicar, como testigo, a las iglesias. En otros lugares indica que es hermano y compañero en la tribulación y en la espera paciente del Reino (1,9; 19,10), y ha escrito palabras proféticas en el libro (22,6-8). Tradicionalmente se ha identificado con Juan, el apóstol. Como destinatarios el autor tiene en mente a las iglesias de Asia Menor a las que dirige unas cartas iniciales. El hecho de que sean siete representa un número simbólico con el que el autor quiere extender su mensaje a la totalidad de la comunidad eclesial de la época.

Para poder interpretar correctamente el Apocalipsis hay que situarlo dentro de la corriente de la literatura apocalíptica y de su lenguaje simbólico, reconocible únicamente para los miembros de los grupos autores de los escritos. La comunidad eclesial, tal como es presentada en Ap, se pone, en primer lugar, en un estado de purificación interior, sometiéndose al juicio de la palabra de Dios (c. 2-3). En esta actitud interior, la Iglesia es invitada a subir al cielo y a considerar, desde la óptica divina, los hechos externos de la historia que le afectan en el momento presente (c. 4-5). Aplicando a los acontecimientos que vive la comunidad los esquemas de interpretación que propone el autor, estará en grado de comprender su momento presente en relación con las realidades históricas que le toca vivir (c. 6-20). Este reflexión de fe sobre la Historia se realiza en el contexto litúrgico de la asamblea que escucha a Dios y discierne su momento histórico (c. 1 y 21). Así, el autor de Ap da un carácter marcadamente litúrgico que da al conjunto de su obra.

En esta situación, la Iglesia se purifica y discierne su vida. Más en general, en esta acción de purificación primero, y de discernimiento después, la comunidad eclesial descubre su identidad con todas sus implicaciones, y toma conciencia de ellas; se comprende animada por el Espíritu; descubre, también, el misterio de Cristo resucitado que la purifica, la ilumina, combate y vence con ella; descubre, a través de Cristo, la inmensidad del misterio divino, que trasciende la historia entera, pero que es, sobre todo, el Padre de Cristo.

Jordi Latorre, SDB
Director

 

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