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La Cuaresma es el tiempo de seis semanas que nos prepara para la celebración de la gran fiesta cristiana de la Pascua. Inicia el miércoles de ceniza con la imposición de la ceniza como expresión del compromiso de conversión y de penitencia de todo bautizado; y concluye el jueves santo a primera hora de la tarde. Es uno de los tiempos fuertes del año litúrgico cristiano; forma parte del ciclo pascual, del cual constituye la introducción.

Introduce y prepara para la celebración del Triduo Pascual, que se prolongará en los cincuenta días del tiempo pascual: nos ayuda a predisponernos adecuadamente a celebrar con sinceridad de corazón y de vida lo que sacramentalmente celebraremos en la gran Vigilia pascual. Apunta toda ella hacia la Pascua, la de Cristo y la nuestra.

Durante todo el año, la vida del cristiano debe tender a la autenticidad en la vivencia del Evangelio y en el seguimiento de la persona de Jesucristo. Dada la debilidad humana, aquello que el cristiano debería practicar durante todo el año, lo pone en práctica como preparación inmediata a la Pascua: la Cuaresma constituye un mínimo indispensable de autenticidad de vida cristiana y un recuerdo de lo que debe ser el resto del año.

La Cuaresma no se entiende sino desde la perspectiva de los sacramentos de la Iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. Bautismo y Cuaresma han ido siempre juntos. La Cuaresma es el momento típico de la preparación catequética inmediata antes del bautismo recibido en Pascua.

Los ya bautizados renovamos cada año nuestros compromisos bautismales en la Vigilia pascual; por ello a los ya bautizados la Cuaresma nos ayuda a renovar las actitudes básicas que están en la base de nuestro Bautismo: la fe y la conversión, a fin de poder renovar con sinceridad nuestro compromiso bautismal la noche de Pascua.

La fe nos mueve a adherirnos con más entusiasmo a la persona de Jesucristo, y a hacer nuestras las actitudes vitales que él manifestó en su vida: el amor al Padre y al prójimo, y la capacidad de hacer de la propia vida una ofrenda.

La conversión consiste en orientar tanto nuestro corazón como nuestras actuaciones hacia la persona de Jesucristo. Implica el abandonar aquellas actitudes que no son concordes con el Evangelio que Jesucristo vivió y predicó. Nos mueve a percibir el pecado que impregna nuestra vida cristiana, a pedir perdón a Dios por él, y a apartarlo de nuestra vida. El sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación, como segunda tabla de salvación, renueva en nosotros la vida bautismal y restablece con plenitud nuestra relación con Dios y con los hermanos.

La escucha sincera de la palabra de Dios, que se proclama durante todo el año, pero especialmente en Cuaresma, nos mueve a poner en práctica sus consecuencias: la limosna, la oración, el ayuno, que constituyen las acciones penitenciales típicas de la vida cristiana.

La limosna generosa, como expresión de la comunión y de la solidaridad con los hermanos más necesitados.

La oración asidua, como expresión de la comunión y del diálogo confiado con Dios, Padre bondadoso de Jesucristo y padre nuestro.

El ayuno desprendido, como expresión de autocontrol y de austeridad de vida, para centrarse en lo esencial y desprenderse de lo superfluo. El ayuno, además, ha ido siempre ligado a la limosna: el desprendimiento de los bienes materiales superfluos lleva a compartirlos con los más necesitados.

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