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Estos días difíciles, con la propagación del coronavirus y las diferentes medidas de los gobiernos que nos llaman a quedarnos en casa, surge una de las preguntas más trascendentales entre aquellas y aquellos que cargan las calamidades en la cuenta de este Dios que, por unos días, deja a un lado la paternal imagen del abuelo de barba blanca para ponerse el mono de verdugo para el ser humano. Y como las personas estamos cargadas de superstición y falta de perspectiva lo primero que hacemos es sentenciar: Dios nos está castigando.

Esta forma de pensar o de situarnos delante del Misterio de Dios me ha abierto la oración y la reflexión hacia la cruz de Cristo, hacia la imagen del crucificado, con sus brazos abiertos y mirando hacia todos nosotros. En realidad, pienso, la imagen de Jesús en el madero es muy expresiva de lo que pasa. Me explico: situaros delante de esta imagen de Jesús y fijaros en la forma en que el Cristo abre sus brazos, porque cuando alguien extiende sus brazos de esa manera, alguien como Jesús que desprendía amor, es que nos quiere abrazar.

Pero esa posibilidad al abrazo la dificulta el ser humano, de cualquier índole. El ser humano clava los brazos de la bondad en aquella cruz y su mensaje es también claro: no queremos que nos abraces. Y huyendo de ese amor además se exclama: “por qué Dios permite esto?”

Cogiendo esta analogía la Cruz es el castigo del ser humano ante el amor de Dios. 

No es, de ninguna manera, parte del Misterio del mal sino que es parte de la nuestra propia maldad, que arremete contra la posibilidad del encuentro. La llamada de Dios en Jesús es la caricia de Dios hacia nosotros. La respuesta del ser humano viene en clave de rechazo.

Estos días pienso en que lo verdadera significativo que un cristiano ha perdido con la situación que nos azota es el abrazo. Y en lugar de preguntarnos por qué Dios castiga podríamos preguntarnos cómo puedo vivir sin dar un mimo. El aislamiento ha segado la ternura y cuando perdemos la esencia de la compasión la vida de un cristiano se entristece y es aquí cuando comienza la insolidaridad y la irresponsabilidad social y las personas comienzan a mirar para y por ellas mismas.

Pero ¿por qué no llevo la mirada a la cruz y libero el abrazo de Dios de los clavos? ¿Cómo y de qué manera puedo ayudar en este tiempo? O ¿también han extirpado mi condición de ternura? 

Si el miedo nos vence no nos castiga Dios sino nosotros mismos. Si lo hace el egoísmo no es que triunfe el mal sino la falta de esperanza. Si dejo de cuidar, si dejo de tocar, si dejo de abrazar… ya no es el gobierno que me confina sino mi propio corazón.

Lo primero que haré cuando termine este periodo será salir a la calle, abrazarme a los míos, sonreírles y mirarles a los ojos con entusiasmo. Bueno, quizás en el camino a verlos, caminando de nuevo por la calle abrace al primero que me encuentre.

Albert Marín

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