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Miedo, incertidumbre, cobardía, sospecha. Actitudes inconfesables que sólo yo conozco pero que están ahí, dentro. Esperanzas fallidas, utopías que se han vuelto grises. Riegos que dudo valga la pena asumir.

Todo eso y mucho más es el lastre que nos embarga en lo cotidiano, a veces también en el apostolado. Lo que nos impide optar y tomar una decisión. Algo que parece sólo me sucede a mí por ser como soy o porque arrastro una historia concreta. Pero quizás es una experiencia más común de lo que parece. Más antigua. Más fontal. Al menos, a los primeros así les pasó.

Ante el fracaso y la desilusión en que se había convertido el proyecto de Jesús, cada uno albergaba dentro su propia muerte, su zona oscura. Estar juntos de alguna manera les ayudaba, pero el drama interior era hondo y personal. ¿Con quién hablar? ¿Cómo compartir? ¿Quién lo podría entender? Y es justamente ahí donde se aparece Cristo; pues Él siempre abre una puerta a lo impensable.

Su primera palabra como Resucitado es «¡Paz!». La segunda «¡No tengáis miedo!». La tercera: «Soy yo. No temas. Mira».  Frases que quizás nos las sabemos demasiado, que caen bien dentro de un relato concreto, pero que sorprendentemente hoy se nos dirigen a nosotros; a mí. Basta con saber escuchar. Con abrirse a escuchar.

Hablar de acompañamiento espiritual es disponernos sencillamente a eso: a dejar caer barreras y filtros, afinar el oído y escuchar la voz del Espíritu que no deja de hablarme en lo más hondo. Tanto en los tiempos de silencio como en el quehacer cotidiano. En lo que observo, siento, sufro y espero. Se trata simplemente de orientar la antena y ajustar la sintonía. Su voz se dejará oír.

El acompañamiento espiritual es, ante todo, el arte sutil y delicado de la escucha. La primera y primordial, de la propia persona, dedicando tiempo y cuidado atento para escuchar el propio corazón, sus derrotas y sentimientos, sin filtros ni culpabilizaciones. Y después, tener el coraje de dar un paso más allá: compartir mis descubrimientos a un hermano en la fe que puede hacer camino a mi lado, ayudarme a discernir ruidos, quitar interferencias, seguirme sosteniendo cuando sobreviene el éxtasis o el desierto. Alguien que discretamente puede acompañarme para que la única Palabra definitiva resuene y me diga: Jesús.

Es entonces cuando la oscuridad y el dolor pueden devenir luz y camino; cuando la verdadera paz inunde el interior rebosando esperanza. Rehaciendo mi vida. Sucediendo lo impensable.

Ana María Díaz
Profesora de Acompañamiento

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