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El pequeño barco mercante se balanceaba plácidamente mientras las primeras luces del alba asomaban por estribor. El tiempo era inmejorable, -los marinos sabían que para recorrer el Mediterráneo, el Mare Nostrum, y llegar sanos y salvos, era ideal navegar entre el quince de junio y finales de agosto-. La mercancía lo merecía: un buen lote de cerámica de primera calidad (sigillata), ánforas de vino provenientes de los alrededores de Pompeya y bellas telas traídas de la parte oriental del Imperio que harían las delicias de los más adinerados de la capital de la Hispania Citerior. La proa del barco se dirigía ya a la Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco y a lo lejos se vislumbraba a la perfección su magnífico puerto y la silueta de su anfiteatro. El viaje había sido largo, provenientes de Roma, hicieron escala en Marsella y la tripulación, -cinco marineros y el capitán-, ya tenían ganas de saborear la buena comida hispana y todo lo que ofrecía una gran capital imperial.

Junto a la tripulación viajaban dos judíos que, con su trabajo y lo que pagaron por el pasaje, contribuyeron a que el viaje fuera menos laborioso en todo momento; quisieron compartir lo poco que llevaban y de vez en cuando hablaban de un nuevo “Reino” y de un nuevo Dios que, con su mensaje, cambiaría la faz de la Tierra. Se dirigían a Tarraco para hacer este anuncio a todos aquellos que quisieran escucharlos. Para sorpresa de los marineros y de su raudo capitán, -hombres ya curtidos en mil lides y desconfiados por naturaleza-, estos extranjeros que hablaban griego sólo aspiraban a crear comunidades “fraternas” donde pobres y desahuciados fueran los primeros. ¿Cómo iba el mundo a aceptar un mensaje así? ¿Estaban locos? ¿O acaso pertenecían a una secta con poderes extraños? Al parecer se les llamaban “cristianos”, pues seguían a un tal Christós… No lo tendrían fácil, pero se les veía tan alegres, confiados y convencidos…


Esta escena que hemos recreado pudiera ser la descripción de un primer momento de entrada del cristianismo en nuestro entorno cercano, es decir, lo que antiguamente se denominó la Provincia Romana de la Tarraconense. Aun no siendo fácil la concreción, creemos que, muy probablemente, el primer anuncio cristiano en nuestro entorno debió tener como protagonistas a “misioneros” que, imbuidos de la fuerza del Espíritu, quisieron llevar el evangelio hasta los extremos del Imperio, quizás atendiendo al mandato del propio Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Pero, ¿cuándo aparece la primera Comunidad de seguidores de Jesús en nuestra tierra? ¿Quiénes fueron los primeros heraldos del evangelio y los primeros en acogerlo? La verdad es que no lo sabemos con certeza, pero sí podemos intuir, por las referencias que han llegado hasta nosotros, que debió ser en época muy temprana (incluso en tiempos apostólicos), e incluso pudiera haber sido el propio Pablo de Tarso quien trajera el evangelio a este extremo del Imperio…

Aunque no tenemos la certeza histórica, Pablo manifiesta su intención de venir a Hispania, pudiendo ser probablemente la tarraconense, su destino de predicación. Esta referencia se encuentra en la Carta a los Romanos, como transcribimos a continuación, y data sobre los años 57-58: “Pero ahora ya he terminado mi trabajo en estas regiones, y como desde hace muchos años estoy queriendo visitaros, espero poder hacerlo durante mi viaje a España. Y una vez que haya tenido el placer de veros, confío en que vosotros me ayudaréis a continuar el viaje” (Carta a los Romanos 15,23-24). Y a continuación insiste: “Así que, cuando yo termine este asunto y les haya entregado la colecta, saldré para España, y de paso os visitaré” (Rom 15, 28). De estas consideraciones se deduce que Pablo quiso llevar el evangelio a donde todavía no había sido anunciado, como era en aquel momento la parte más occidental del mundo conocido: Hispania.

Aunque sabemos que Pablo tuvo que renunciar o retrasar el proyectado viaje a España, pues después de haber entregado a la Comunidad de Jerusalén la colecta realizada fue encarcelado y llevado a Cesarea, Clemente Romano, que le conoció y fue su discípulo, recoge en su Carta a los Corintios (5,5-7), en torno al año 95, que “Pablo enseñó a todo el mundo la justicia y llegó hasta el extremo de Occidente” [¿Tarraco?]. También el escrito apócrifo de los Hechos de Pedro (ca. 150) – dice que “habiendo llegado a Roma San Pablo desde España”- o el Fragmento Muratori de finales del siglo II refuerzan esta tradición. Con todo, no tenemos la prueba histórica de este acontecimiento y la presencia de Pablo en Tarraco no tiene más apoyo que estas referencias textuales o el culto que existe a su figura en la basílica paleocristiana de Sta. Tecla (s. IV), – según la tradición Sta. Tecla fue convertida por el apóstol de los gentiles cuando estuvo en España-. 

Así pues, fuera directamente por el apóstol Pablo o por otros seguidores de Cristo, es más que probable que el cristianismo entrara en Cataluña por vía marítima, por puertos como Tarraco, Barcino, Ampurias,… siguiendo las rutas comerciales del momento, o quizás (o a la vez) por las vías romanas que, como la vía Augusta, conectaban todo el Imperio (ya se sabe lo que dice la tradición: todos los caminos conducen a Roma). Y en cualquier caso, esta primera cristianización sería un fenómeno urbano, muy vinculado al trasiego comercial y de personas, pues con mercaderes y viajeros iban ideas, cultos y creencias. Por todo lo expuesto no parece que la introducción y posterior difusión del cristianismo en Cataluña pueda atribuirse a una sola persona, aun siendo ésta Pablo de Tarso; más bien este acontecimiento fuera el resultado de la predicación de pequeños grupos de misioneros que, como los protagonistas del inicio de este artículo, enviados por sus comunidades de origen, vinieran a anunciar a estas tierras lejanas la Buena Noticia.

 

Salvador Ramos
Prof. Historia de la Iglesia

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