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El mensaje del Cristo ha calado hondo en muchos hombres y mujeres de los primeros siglos del Cristianismo, especialmente en aquellos más sencillos y necesitados.

Con el devenir del tiempo una Iglesia perseguida pasa a ser el signo de la religión oficial del Estado, del Imperio y de sus gobernantes. Corren los años finales del siglo IV y el emperador Teodosio promulga el Edicto de Tesalónica (380) en el que se impone el cristianismo católico. El recuerdo de los mártires y las persecuciones, aún presente en la memoria de muchos, comienza a configurarse como un relato casi mitificado de los orígenes de la era cristiana; y hay ya quien, recogiendo corrientes que vienen de antiguo, proclaman un retorno a la autenticidad de las primeras comunidades, una vuelta al estilo de la comunidad de Jerusalén, que tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 2,42; 4,32).

En el sí de las comunidades siempre hubieron aquellos que desearon con especial anhelo un mayor espacio de búsqueda interior y de autenticidad; personas que optaron por “renunciar al mundo” y en la soledad de 

un entorno natural, de una cueva, o en medio del desierto, entregarse por completo a la oración, al silencio y a la búsqueda de ese Dios que les llenaba el alma e interpelaba sus corazones. Aparecen ya desde muy temprano en el tiempo (s. II) ascetas, anacoretas, eremitas… Es el intento de ser fieles a las primeras enseñanzas de los apóstoles, al propio Jesús, el cual pasaba tiempo en oración, en silencio, unido al Padre (Lc 22,45). Es la experiencia de la contemplación y en algunos casos de la mística. Una llama que les hace ver el mundo con otros ojos, con la mirada del que se sabe completamente en manos de Dios. Se sienten enviados a los demás, pero necesitan esta conexión sincera con el Padre. En ocasiones predican con su vida un ascetismo radical, pero pronto su ejemplo de autenticidad atrae a otros. Comienzan a formarse pequeñas comunidades que tienen en el celibato, la obediencia, la pobreza y la oración, elementos clave. Se va configurando el sustrato de lo que será la vida monástica de los próximos siglos. Emergerán figuras de la talla de San Antonio o San Pacomio, allá por las tierras de Egipto. De alguna manera el monacato adquiere un tono de denuncia profética frente a una sociedad y una Iglesia que se ha acomodado y que ha perdido la pátina de la autenticidad de los primeros siglos. Querían ser como los apóstoles, que lo habían dejado todo para seguir a Jesús (Lc 5,28). Así, personajes como San Benito de Nursia y su regla monástica estructuraran la vida monacal y consolidarán para la Iglesia un nuevo don del Espíritu, una nueva (o no tan nueva) vocación religiosa. Pronto se abre la era de los grandes monasterios.

¿Pero y nosotros, hombres y mujeres, educadores y educadoras del siglo XXI? ¿Qué podemos aprender de esta larga tradición de nuestra Iglesia? ¿Qué valores pastorales nos aportan?

No tenemos espacio para extendernos, pero es fácil intuir que la clave puede estar en “contemplar la vida”, aquello que nos rodea y a las personas con las que convivimos, desde la visión trascendente, desde la mirada de Jesús, desde su manera de ser y actuar; dejando espacios para la interioridad. Y esto es posible desde la cotidianidad, desde el trabajo, la familia, los amigos, la pareja,… mirando el mundo, -si se me permite-, desde una visión “monacal”: Dios está presente en todas las cosas y yo puedo ser su instrumento. Dar sentido a “mi ser creyente en Jesús” quiere decir dejarle espacio. En un mundo lleno de ruido de todo tipo es importante cuidarnos, observar la vida desde el silencio, la paz y la serenidad, pues no hay duda que estamos en buenas manos (Rm 8, 28-39). Nuestros jóvenes necesitan también de nuestro testimonio en este sentido, de propuestas serias que los ayuden a mirar en su interior, a buscar la verdadera felicidad que viene del ser, ser en Dios y para Dios. Así que, “ora et labora” por la construcción del Reino de Dios. Contempla la vida desde la paz de Cristo.

Salvador Ramos

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