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María en los Evangelios – III (Lucas)

A Lucas debemos una serie de rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura, que proviene precisamente de un interés por ella como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado teológico de su vida.

El evangelio de Lucas se funda en testigos oculares; por ello si Lucas se atreve a hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el testimonio de María. Lucas evoca por dos veces en su narración los recuerdos de María: «María por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (2, 19); «Su Madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2, 51).

María es una persona llena de gracia de Dios, como lo dice el Ángel. Instruida en las Escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat; y como se explica también por el parentesco levítico de María, relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón y esposa del sacerdote Zacarías.

María es la virgen oyente que dice sí a la propuesta del ángel; es la virgen servicial cuando se dirige presurosa a atender a su parienta Isabel; es la virgen orante que canta en el magníficat las maravillas de Dios; es la virgen-madre en Belén cuando presenta a su Hijo a los pastores que vienen a adorarlo; es la virgen oferente cuando se dirige al Templo para presentar su Hijo a Dios; es la virgen discípula cuando acompaña a su Hijo para escuchar sus palabras y aprender de él, y cuando acompaña a los discípulos en la espera pentecostal del Espíritu.

Pero María desaparece discretamente y cede humilde la palabra a su Hijo cuando éste –a los doce años, en el Templo de Jerusalén– se convierte en un adulto maestro de la sabiduría de su Pueblo y se hace capaz de dar testimonio válido de sí mismo y del Padre.

Por eso desaparece también María muy pronto de los Hechos de los Apóstoles, apenas éstos, llenos del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se convierten en maestros de la Nueva Ley del Espíritu, en servidores de la Palabra, revestidos con fuerza y poder de lo alto, en válidos testigos de la Pasión y Resurrección o sea, de la identidad mesiánica y divina de Jesús.

María ocupa, pues, un puesto humilde como testigo, y cede ese puesto provisional apenas otros asumen su misión, pero no deja de ser imprescindible. Su testimonio permanece como eternamente válido e irreemplazable para aquél período de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie, el cumplimiento de las profecías.

 

María en los Evangelios – IV (Juan)

En el evangelio de Juan se evita llamar a la madre de Jesús por el nombre de María. Es el único de los cuatro evangelistas que evita sistemáticamente hacerlo. Ella aparece en dos únicos pasajes: las bodas de Caná y la Crucifixión que, además, son propios del relato de Juan. Estas dos escenas juntas no pasan de catorce versículos: las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión (Jn 19, 25-27).

Son poquísimos los pasajes del evangelio que nos conservan algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre. Son solo tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que nos narra Lucas del niño perdido y hallado en el Templo (Lc 2, 48-49). En  estos tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece poner una austera distancia entre él y su Madre.

La María de San Juan no es sólo –como en Marcos– la Madre solidaria con su Hijo ante el desprecio. No es tampoco –como en Mateo y en Lucas– una estrella fugaz que ilumina el origen oscuro del Mesías o la noche de una infancia perdida en el olvido de los hombres. La Madre de Jesús es para San Juan testigo y actor principal en la vida misma de Jesús. Su presencia al comienzo y al fin, es como la iluminadora irrupción de una voz que da sentido a lo que está pasando 

En el evangelio de Juan, Jesús revela que su Hora es también la Hora de su Madre. Lejos de distanciarse de ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre, pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándole la parte que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer hijo alumbrado entre ellos.

Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está unido por razones afectivas individuales, ocasionales. Para Jesús, en Juan, María es la primera discípula, la madre de sus discípulos. María, Madre del que es uno con el Padre (Jesús) es también Madre de los que por la fe son uno con el Hijo (los cristianos).

Y henos aquí, llegados al término de estas meditaciones sobre la figura de María a través de los cuatro evangelistas. Es cierto que todos ellos nos hablan de María con la intención última de decir lo que desean acerca de Jesús. Sus discursos acerca de Cristo encuentran en ella luz y apoyo. Pero ninguno pudo prescindir de ella para hablar de Jesús y presentarnos como Evangelio, es decir: como anuncio de salvación.

María no es el Evangelio. No hay ningún evangelio de María. Pero sin María tampoco hay Evangelio. Y ella no falta en ninguno de los cuatro.

Ella no sólo es necesaria para envolver a Jesús en pañales y lavarlos… No sólo es necesaria para sostener los primeros pasos vacilantes de su niño sobre nuestra tierra de hombres. Su misión no sólo es contemporánea a la del Jesús terreno, sino que va más allá de su muerte en la Cruz: acompaña su resurrección y el surgimiento de su Iglesia.

Vestida de sol, coronada de estrellas, de pie sobre la luna, María, como su Hijo, permanece. Y aunque el mundo y los astros se desgasten como un vestido viejo, para confusión de los que en estas cosas pusieron su seguridad y vanagloria, María permanecerá, como la Palabra de Dios de la que es Eco.

María, Madre de Jesús, pertenece al acervo de los bienes comunes a Jesús y a sus discípulos. Su Padre es nuestro Padre. Su hora, nuestra hora. Su gloria, nuestra gloria. Su Madre, nuestra Madre.

 

Jordi Latorre, SDB
Director ISCR Don Bosco

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